Descripción

En apenas un año fueron cayendo las principales ciudades visigodas como Sevilla, Córdoba, Mérida, aunque ésta resistió algo más de tiempo, y por fin Toledo. A partir de ese momento, y tras una eficaz política de alianzas con los nobles locales, alternadas con campañas militares, los nuevos invasores se concentraron en la conquista de los últimos reductos del norte, llegando incluso a atravesar los Pirineos y ocupando parte del sur francés hasta su derrota definitiva ante los francos.

La presencia árabe en Hispania, fue la culminación de un avance expansivo por todo el norte africano donde el pequeño contingente originario procedente de Arabia se mezcló con otras etnias y tribus como beréberes, muladíes, sirios, etc., que siempre se enzarzaron en conflictos internos por el poder. Dicha presencia pasó por diferentes regímenes políticos que fueron sucediéndose a lo largo de los casi ocho siglos que permanecieron en nuestro país. Inicialmente, entre el 711 y 756, Al-Andalus, como pasó a denominarse la antigua Hispania, fue gobernada como una provincia dependiente del Califato de Damasco. Entre 756 y 929, tras la caída de los Omeyas en Damasco, se establece en Al-Andalus un emirato independiente que dará paso al Califato de Córdoba, vigente hasta el año 1031. La descomposición del califato cordobés dio  paso  a un largo periodo de inestabilidad, conocido como reinos de taifas, aprovechado por los cristianos para recuperar gran parte del territorio peninsular. La llegada de los almorávides desde el norte de África, y de los almohades después volvieron a unificar el territorio árabe que quedaría reducido al Reino de Granada, gobernado por la dinastía nazarí, entre los años 1237 y 1492.

Este largo periodo de presencia musulmana en la Península Ibérica supuso un importantísimo aporte cultural, artístico, económico y científico del que aún se conservan tantas huellas, y del que somos afortunados herederos.