Fue el inicio de un período aproximado de dos siglos en el que la población visigoda (de origen germánico) se integró con la autóctona, hispano-romana, adaptando sus leyes y costumbres al derecho que ellos mismos aportaban. Establecieron su capital en Toledo, ciudad desde la q controlaron la administración del reino.
En el momento en que los visigodos llegaron a la Península, el territorio estaba habitado por otros pueblos germánicos, que habían llegado previamente en una primera oleada migratoria. Era el caso de los suevos (establecidos en la actual Galicia), los vándalos (en el sur de la Península) y los alanos (en el centro). Los primeros fueron los únicos que, en principio, resistieron al avance visigodo, ya que los vándalos huyeron al Norte de África y los alanos, simplemente, desaparecieron.
En la historia de los visigodos en la Península Ibérica hay que distinguir dos etapas, diferenciadas por la tendencia religiosa del poder. Desde un primer momento, cuando los visigodos se convierten al Cristianismo, lo hacen bajo el credo arriano. Su característica principal era la negación de la consustancialidad de Dios y Cristo; es decir, que fueran una misma persona. De esta manera, Jesús quedaría subordinado al Padre.
La monarquía que regía el universo visigodo era electiva. El rey era elegido por un consejo, aunque existieron intentos por hacerla hereditaria. Esta circunstancia provocó numerosas luchas internas, lo que debilitó la institución. A pesar de ello, hubo monarcas muy destacados durante este período arriano, como fue el caso de Atanagildo, en cuyo reinado se produjo la invasión del sur de la Península por parte de los bizantinos de Justiniano. Pero, por encima de todos, brilló con luz propia la figura de Leovigildo. Bajo su mando, desapareció el poder suevo en Galicia, quedando la Península prácticamente unificada, a excepción de los territorios bajo poder bizantino.